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Antonio Zomeño
Sábado, 24 de mayo 2025, 16:33
El pasado 13 de mayo, Francisco Tomás Mira, más conocido como 'Quitín' Mira (Santomera, 59 años), grabó su nombre para la posteridad de las expediciones ... polares. Junto a sus compañeros Sechu López y José Trejo, el montañero murciano ha formado parte de la expedición 'Mar de Hielo', la segunda en la historia que ha sido capaz de resistir los 600 km congelados del ramal 4 del Paso del Noroeste, que une el Atlántico con el Pacífico a través del Ártico canadiense. La expedición española ha vivido una vorágine de contratiempos y desafíos, con el acecho permanente del oso polar, a 35ºC bajo cero, pero han completado una gesta deportiva internacional que, por momentos, parecía imposible de conseguir.
«Los primeros días de expedición avanzamos a un ritmo muy lento porque llevábamos un peso bestial en las pulkas», narra Quitín Mira desde la tranquilidad del salón de su Santomera natal, rodeado por el legado material de toda una vida de aventuras. «Apenas recorríamos ocho kilómetros diarios, cuando el itinerario marcaba unos 15 por jornada. Encima, en las dos primeras semanas nos topamos con dos tormentas polares. El aire sopla a 80 km/h, a 30ºC bajo cero... Si te pilla fuera, te congela vivo», asegura el veterano aventurero, que se vio obligado a redimensionar el objetivo de la expedición tras perder cuatro días en el hastío de la tienda, a la espera de que amainara el temporal. «Sabíamos que iba a ser muy difícil completar la expedición, así que nos pusimos como meta alcanzar el Polo Norte Magnético», confiesa Quitín Mira, aunque esta gesta tampoco iba a estar exenta de desafíos.
El final de la tormenta cambió el ritmo de la expedición, que empezó a recortar los kilómetros perdidos, pero el lunes 21 de abril, Quitín se enfrentó a una verdadera situación límite: «Mis manos eran un taco de madera, no podía sentirlas. Sechu y José me echaban toda la ropa que veían encima, pero no recuperaba el calor corporal y empecé a tener convulsiones… Me vi al borde, porque si colapsas se te para el corazón».
Superada la hipotermia que llevó sus capacidades al límite, la madrugada del 5 de mayo, tras 29 días de travesía y 430 kilómetros acumulados en sus piernas, Quitín Mira desenfundó la bandera carmesí con los cuatros castillos almenados y las siete coronas reales sobre el Polo Norte Magnético de Ross de 1831, el primer punto definido como tal en la historia. Una gesta deportiva internacional nunca antes realizada por medios no mecánicos. Por delante, ocho días para completar los 187 kilómetros que les separaban de Gjoa Haven.
Tras la conquista del Polo Norte Magnético, la expedición avanzó una ingente media de 25 kilómetros diarios. Doce horas de marcha por jornada sobre ese abismo blanco donde la noche nunca se cierra y el hielo levanta bloques infranqueables desde los que observan los curiosos osos polares. Hasta tres encuentros amistosos, rifle en mano por si acaso, vivieron con el rey del Ártico.
Tres jornadas les separaban de King Williams, la isla donde se ubica Gjoa Haven, cuando se vieron obligados a racionar los alimentos. «Tienes que tener la cabeza muy bien amueblada. A ratos, me preguntaba si no me habría puesto un traje demasiado grande», admite Quitín, cuyos dedos han comenzado a cicatrizar, al igual que las heridas de los pies, que ya no supuran pero aún narran la magnitud de la gesta. «Entre las dos últimas jornadas tan sólo montamos la tienda para derretir nieve y acabar las provisiones. Si dormíamos, no llegábamos».
«Buenos días. Os informo de que todo va bien». Es el mensaje grabado que Quitín Mira envió al despertar en cada una de las 39 jornadas, como una forma de acortar los más de 6.000 km que le separaban de sus dos amuletos en Santomera. «Mi hija me escribió una carta y me la dio al despedirnos en Madrid. Durante la expedición, tuve que leerla varias veces porque era lo único que me mantenía cuerdo, pensar en mi mujer y mi hija», confiesa con un brillo de contingencia en los ojos.
La lectura de Nietzsche y la música al final de las últimas jornadas le liberaban de «esa nebulosa mental de estar comiéndote la cabeza, dándole vueltas a si llegaríamos o no. El medio era tan duro física y mentalmente, tanta monotonía… Era como salir a cumbre cada mañana. A veces, veía completamente absurdo lo que estaba haciendo. Me preguntaba si servía de algo», revela el veterano montañero.
Una semana después de su llegada a Gjoa Haven, donde arrasaron el comedor del hotel «como la caballería», Quitín concluye que, en efecto, el broche de oro a toda una vida de aventura ha tenido sentido: «A veces, es necesario que alguien haga cosas aparentemente absurdas, pero que sirven a la humanidad para avanzar». Como Alfredo Barragán, el dueño de la frase que Quitín Mira lleva «grabada en la piel», y ahora evoca antes de retirarse a descansar a ese campo cuyo 'solecico' le calentaba en las heladas noches del Ártico: «Que el hombre sepa que el hombre puede».
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